Sabe más el médico por viejo…
23 enero 2018
“La experiencia es un grado”. Esta frase podría aplicarse prácticamente a cualquier ámbito, pero muy especialmente al médico. En general nos fiamos más de los médicos experimentados, acostumbrados a lidiar con las situaciones más complejas y difíciles. Pero tener experiencia no garantiza siempre saber qué es lo mejor para un enfermo; ni tampoco cómo aplicarlo correctamente. Entonces, ¿la experiencia es realmente un grado?
En los albores de la ciencia moderna, allá por el siglo XVI, Francis Bacon, uno de los padres del método científico, criticaba a la medicina por considerar que estaba basada en principios sin fundamentación científica. Bacon pensaba que la medicina era una ciencia conjetural. Y no le faltaba razón al filósofo escocés, porque la medicina se asentaba en las teorías hipocráticas recicladas por Galeno y en algunos avances, no muchos, medievales. La experiencia de los médicos era fundamental y lo aprendido a través de la experiencia se transmitía a los discípulos como un tesoro. La lectura del juramento hipocrático, muy en boga entonces, da idea de la importancia de la experiencia y de su transmisión: “haré partícipes de los preceptos y de las lecciones orales y de todo otro modo de aprendizaje no sólo a mis hijos, sino también a los de quien me haya enseñado y a los discípulos”.
En el siglo XVII Thomas Sydenham intentó aplicar el método científico de Francis Bacon a la medicina, dejando a un lado los presupuestos del galenismo y poniendo en primera línea la descripción de las historias naturales de las enfermedades y la búsqueda experimental de remedios. Un siglo después, Claude Bernard profundizó aún más en el intento de hacer de la medicina una disciplina científica y trató de fundamentarla científicamente a través del contraste experimental de hipótesis con experimentos y observaciones. De esta manera, en el siglo XX se practicaba una medicina apoyada en experimentos médicos, pero sin obviar la importancia de experiencia, que continuaba siendo un argumento de autoridad.
A finales del siglo XX surge el exitoso movimiento de la Medicina Basada en la Evidencia o MBE, cuya expresión correcta debería ser Medicina Basada en Pruebas. Esta corriente, actualmente muy cuestionada, tuvo un enorme éxito. Partía de una crítica a la práctica clínica clásica, que se apoyaba excesivamente en el viejo paradigma clínico: fisiopatología, sentido común y experiencia. Había investigación, pero los clínicos no la aplicaban correctamente y, por si fuera poco, la mayor parte de las decisiones se no se basaban en datos científicos. La MBE postulaba que la fisiopatología no es infalible, que el sentido común puede errar y que la experiencia, aunque tiene valor, no es suficiente.
Ciertamente, la experiencia puede estar mediada por sesgos como la ley del enfermo agradecido, el efecto placebo / nocebo, y hasta por la comodidad el clínico. Muchos pacientes se sienten agraciados cuando visitan a un médico y sólo le muestran los beneficios que le reportan las indicaciones médicas, así como su gratitud, especialmente si el médico ha sido persuasivo y se ha ganado su confianza. Por otro lado, la eficacia del efecto placebo (o la ineficacia del nocebo), relacionada con las expectativas y la fe del enfermo, resulta incuestionable. Todos estos efectos pueden producirlos, por igual, un curandero o un chamán. Por último hemos de considerar la inercia terapéutica, la comodidad de seguir igual porque, y esto es muy común, cambiar y romper con las ideas previas supone un esfuerzo.
Al médico medieval que practicaba sangrías a los epilépticos y al médico actual que administra vitaminas a una joven universitaria, les va bien. Su experiencia con esa práctica se refuerza porque el paciente se lo agradece y le dice que se encuentra mejor. Esa experiencia se la transmitirán a sus colegas y discípulos. Sin embargo, en ambos casos se trata de terapias inútiles. Y, como apuntaba un sabio, “algo que se hace mal durante 100 años, puede seguir haciéndose mal durante 101”.
Con esto no queremos desacreditar la experiencia en medicina, porque tiene mucho valor. La experiencia ayuda a calibrar la importancia de los datos clínicos (no es lo mismo un dolor torácico para un R1 que para un adjunto de cardiología); mitiga el miedo (no se atiende igual la primera parada cardíaca que la quincuagésima); facilita una respuesta más rápida ante un evento (porque el médico experto ya ha vivido ese evento multitud de veces); da tranquilidad, tanto al propio clínico como al paciente (el experto sabe a qué atenerse y qué resultados son más probables); y así podríamos seguir con un largo etcétera sobre los beneficios de la experiencia clínica.
Volviendo al movimiento de la MBE, aunque cuestionó la medicina basada en la experiencia nunca dejó de reconocer su importancia. Para la MBE habría que integrar la experiencia clínica individual con la mejor evidencia clínica externa disponible de la investigación. La experiencia aporta competencia y criterio, adquiridos a través de la práctica clínica. Esto se refleja especialmente en diagnósticos más eficaces y eficientes, en una mejor identificación de los problemas, así como en la incorporación de los derechos y las preferencias de los pacientes al tomar decisiones sobre su salud. La experiencia no es sólo positiva para establecer diagnósticos y pronósticos, sino que también ayuda a comprender integralmente al enfermo.
¿Sabe más el médico por viejo que por sabio? Es posible que el R1 de cardiología, con el MIR estudiado, o el R5, con el examen MIR menos reciente, pero mucho trabajo durante la residencia, sepan más que el adjunto. Al menos es posible que ellos así lo crean. Y puede ser que tengan más conocimientos teóricos, pero la medicina es una disciplina eminentemente práctica. Para saber de verdad, conocer qué se debe hacer y qué es lo mejor para el enfermo, no bastan los libros y los artículos. La experiencia es un grado. Para que ese residente haga los cateterismos como el adjunto, tiene que pasar muchas horas en hemodinámica; parafraseando al mundo de la aviación, “necesita muchas horas de vuelo”.
Sin embargo, ese grado que añade la experiencia no debe situarnos en un pedestal. No tenemos que dormirnos, confiando en lo que estudiamos hace tiempo y en nuestra dilatada experiencia. El adjunto ha de tener presente la obligación de reciclarse para continuar ofreciendo el mejor servicio a sus enfermos, porque con la experiencia no basta. La mejor manera de evitar los riesgos descritos (la temeridad del inexperto y la comodidad del experimentado) es que ambos, el médico joven y el experto, trabajen juntos.